Como introducción general al problema conviene partir de una
muy apretada definición del concepto de legitimidad política: se refiere a la
justificación del ejercicio de la autoridad de parte de los gobernantes, lo
cual trae consigo la exigencia a los gobernados de obedecer. Sin embargo, lo
interesante del asunto es que la autora del tweet ha distinguido dos clases de
legitimidad: la legitimidad de origen y la de ejercicio (o “de gestión”). En
los estudios de teoría política la primera está ligada a la justificación de la
autoridad en referencia a la validez de los títulos que otorgan el acceso al
poder; a la segunda se la asocia con la justificación de la autoridad con
relación a la validez de las decisiones políticas adoptadas durante la
administración del poder.
Una vez enunciadas estas premisas, puede advertirse que el
comentario de la vicepresidente resulta llamativo puesto que, si algo podía ser
cuestionado en aquel momento de la figura del flamante presidente Néstor
Kirchner era precisamente su legitimidad de origen, habida cuenta de la anómala
circunstancia que había dado lugar a que este fuera electo. En efecto, el hecho
es que en las elecciones generales Kirchner había obtenido el segundo lugar,
ubicándose por debajo de Carlos Menem. El expresidente Menem optó por renunciar
al balotaje estipulado a raíz de que la mayor parte de las encuestas
pronosticaban una aplastante victoria de Kirchner, producto de la desgastada
imagen de aquel tras diez años de ejercicio de la presidencia.
Al margen de esta cuestión, resulta interesante observar que
la vicepresidente no solo recupera la distinción entre legitimidad de origen y
de ejercicio, sino que parece anteponer la legitimidad de ejercicio (o “de
gestión”) por sobre la de origen. En efecto, para Cristina el ejercicio ofrece
a los gobiernos la posibilidad de legitimar un origen cuya legalidad es
cuestionada por ciertos sectores. Aunque, por el contrario, para ella un origen
legal no legitima una gestión que no es tal desde el punto de vista de las
políticas públicas impulsadas. Para ilustrar el primer caso, Cristina aporta el
ejemplo de Néstor Kirchner, quien según ella se habría legitimado en el poder
por medio de decisiones políticas; el ejemplo del segundo caso parece apuntar a
Alberto Fernández (a quien parece estar destinado el tweet), de cuyo origen
legal (ungido precisamente por la propia Cristina como candidato en 2019) no se
sigue necesariamente una gestión “legítima” de cara a los sectores más
postergados. En todo caso, independientemente de la legalidad del mandato,
parece que para la vicepresidente la “legitimidad” de un gobierno queda sujeta
a las decisiones que este adopta una vez en el poder, así como al impacto que
dichas decisiones tienen en los sectores más vulnerables.
Ahora bien, el problema de las “dos legitimidades” (si se me
permite la expresión) ha sido considerado por la historia de la teoría política
desde perspectivas diversas, y entiendo que su abordaje puede contribuir a
echar algo de luz sobre la noción de legitimidad en nuestras actuales
democracias. Remontémonos a los jurisconsultos de la época del Imperio romano
que, tomando las antiguas reflexiones acerca del origen del poder político de
la tradición precedente (Cicerón, Séneca) introdujeron notables innovaciones
sobre el asunto. Para Ulpiano es el pueblo (populus) el que transmite el poder
al príncipe (princeps), entendiendo que la autoridad proviene de la comunidad.
No obstante, esta serie de juristas mantenía que, una vez consumada la
transmisión, el pueblo se deshace por completo del poder cedido, de manera que
la cesión es irrevocable: todo lo que le place al príncipe tiene fuerza de ley,
ley que él mismo establece y de la cual queda absuelto.
Como se sabe, se trata de la doctrina que recuperan ciertos
teóricos del absolutismo en la temprana Modernidad. Según estos, la autoridad
no está obligada a justificarse ante las leyes humanas, de manera que el poder
no queda forzado a rendir cuentas ante los hombres. Puede afirmarse que el tema
de la legitimidad es resuelto aquí por medio del recurso a la cesión
irrevocable del pueblo, que debe resignarse a la obediencia a una autoridad
irrestricta. En este esquema, la legitimidad de ejercicio (una autoridad
irrestricta) se desprende de la legitimidad de origen (la cesión irrevocable).
Frente a esta doctrina hubo quienes afirmaron el derecho de
resistencia de los gobernados frente a una autoridad tiránica. Concretamente en
la época medieval encontramos un ejemplo nada menos que en Tomás de Aquino,
aunque no sin reservas. La segunda escolástica (Mariana, Suárez), así como los
monarcómacos (Beza, Hotman) profundizan la línea tomista, al punto de llegar a
admitir el tiranicidio como una alternativa lícita. En este sentido, ambas
corrientes de pensamiento rinden tributo a la tradición medieval que distingue
entre el tirano por título (el usurpador cuyo origen es ilegítimo en tanto tomó
el poder por la fuerza) del tirano por régimen (el príncipe que recibió la
autoridad por medios legítimos, pero que en su ejercicio lo emplea
tiránicamente). Para los escritores políticos medievales era crucial que la
autoridad fuera legítima y legal tanto en su origen (que respetara los
procedimientos que reglamentan el acceso al gobierno) como en su ejercicio (que
observara las leyes durante el curso de la administración del poder).
Estas ideas medievales serán heredadas por Locke y el
pensamiento liberal, que insistirán en que el consentimiento de los gobernados
constituye el motor que pone en marcha el funcionamiento de la comunidad
política. Así pues, los gobernantes asumen la autoridad comprometiéndose a
velar por el respeto a los derechos de los gobernados, quedando sujetos a los
compromisos asumidos. Se trata de la noción del gobernante como fideicomisario
(trustee), es decir, atado a cumplir con aquello que se comprometió a respetar
en el momento inicial de la asociación. De esta manera, la obligación política
de parte de los gobernados asume una naturaleza condicional. En caso de
quebrantamiento de los compromisos asumidos, el acuerdo entre gobernantes y
gobernantes queda roto y, por consiguiente, los gobernados no quedan obligados
por el contrato, recuperando así la totalidad del poder que poseían antes de
constituir la comunidad y que habían cedido precisamente para ponerla en
funcionamiento. Por lo mismo, en este esquema el consentimiento opera como
piedra angular en lo que respecta al origen, así como al ejercicio del poder
político.
En tal sentido, nuestras presentes democracias
representativas son tributarias tanto de la tradición medieval como de la
moderna doctrina liberal. En nuestros regímenes el pueblo, como titular último
de la soberanía, no se desprende absolutamente de esta, sino que solamente
delega su ejercicio en los representantes que él designa a través del método
electivo. Para las democracias representativas es tan importante atender al
origen del poder (en la medida en que los representantes del pueblo deben ser
designados por los electores a través del sufragio) como a su ejercicio (en
tanto las autoridades quedan atadas a la rendición de cuentas). Por
consiguiente, a fin de robustecer la democracia es crucial que la autoridad sea
escrutada públicamente de manera continua y no solamente el día de la elección.
Para ello es preciso garantizar controles horizontales al
poder, y entre los medios disponibles para hacerlo cabe destacar un equilibrio
de poderes que a través de frenos y contrapesos sea capaz de evitar que una
autoridad disponga de un poder desproporcionado. Asimismo, a los controles
horizontales al poder se añaden los controles verticales, que refieren a la
necesidad de contar con una opinión pública comprometida con el espacio de lo
político, y que permanezca atenta a cada uno de los actos gubernamentales. En
efecto, es preciso que los ciudadanos conformen una celosa opinión pública que
se haga oír en virtud de que esta constituye un destacado condicionante de las
gestiones de gobierno, contribuyendo a impedir los abusos del poder de parte de
las autoridades.
Sin embargo, en lo que a controles verticales se refiere, es
indudable que en las democracias representativas el mecanismo más efectivo de
escrutinio del poder es el voto, a través del cual la ciudadanía concede premios
y castigos. En efecto, en estos regímenes el sufragio es provechoso, entre
otras cosas, como instrumento que permite a los electores expresar su
disconformidad, sancionando a las autoridades que no han cumplido con las
expectativas. De esta manera, los gobernantes con gestiones deficientes pueden
ser desplazados del poder de manera pacífica, por lo que el voto funciona como
un mecanismo legal para castigar a los malos gobernantes de manera civilizada y
sin necesidad de recurrir a la rebelión civil como antaño.
Así pues, los gobernantes que en la opinión de la ciudadanía
no han estado a la altura de las expectativas (por ejemplo, siendo incapaces de
obtener los resultados esperados con sus políticas públicas, o directamente
incumpliendo las promesas hechas al electorado) pueden ser sancionados
precisamente a través del sufragio. Siempre que el apego a los procedimientos y
las normas públicas se halle intacto, no puede decirse que un gobierno sea
ilegítimo ni en su origen ni en su ejercicio (de acuerdo con la doctrina
positivista, la legitimidad queda resuelta en la legalidad), por lo que la
rebelión civil queda descartada y ante una mala gestión solamente cabe recurrir
al voto como mecanismo de castigo. Por lo tanto, una de las principales
bondades de los actuales regímenes democráticos es que permite la posibilidad
de resolver las disputas más intensas de una manera prudente, incorporando a
quienes están en desacuerdo al juego político de las instituciones formales
para así garantizar una transición pacífica de gobierno.
A pesar de que en nuestras democracias representativas el derecho de resistencia constituye delito de sedición, lo cierto es que, como se apuntó previamente, ello no implica que la autoridad quede desprendida de los controles al poder, sino que permanece sujeta a escrutinios tanto de carácter horizontal como vertical. En referencia a los controles verticales al poder, los ciudadanos optan colectivamente en la instancia electoral con respecto a los méritos de un determinado gobierno (o propuesta) para mantenerse (o acceder) al poder. Asimismo, en nuestros regímenes cada ciudadano puede manifestar públicamente su opinión sobre la conducta del gobierno ya sea para elogiar, condenar o sencillamente advertir sobre la implementación de determinadas políticas, siendo acaso esta última la posible intención de la vicepresidente al redactar originalmente su tweet.
Precisamente el tweet en cuestión ha servido como disparador
de estas observaciones, que se proponen a modo de reflexión acerca de algunos
de los rasgos de nuestras democracias representativas. La distinción entre
legitimidad de origen y de ejercicio rara vez suele tenerse presente en el
discurso público, de manera que su revitalización puede contribuir a la
comprensión de ciertos fenómenos políticos del presente. A su vez, el hecho de
que un concepto central de la democracia como lo es el de legitimidad pueda ser
comprendido en mayor profundidad recurriendo a la historia de la teoría
política pone de manifiesto la relevancia de esta disciplina a la hora de echar
luz sobre nuestros actuales problemas políticos.
Redactado el 30/10/2023